Ray Collins Mi nombre es Zero Galván
Hay un silencio de pájaros en toda muerte, admite el teniente "Zero" Galván, cuando el otoño preside la última flor que cae sobre el féretro que abriga a Melanie Powers.
El cementerio es un lienzo quieto, vacío. La viuda de Sam Powers ya no existe para nadie, a quince años de la tarde en que su marido fue acri-billado por orden de alguien que nunca se conoció.
Solo han acudido el pastor, que ha huido después de un desganado responso o lo que haya sido su discurso, como si se arrepintiera de mentir o no creyera en lo que estaba diciendo, los enterradores y el enviado de la funeraria.
El sargento Powers tuvo que morir para que Zero ascendiera a sargento, a tres meses de ingresar a la policía de la ciudad de Nueva York. Un acto prolijamente heroico, para premiar a un cobarde y lavar los trapos sucios del precinto 56.
Casi quince después, él todavía siente en sus manos la sangre del muerto. Dijeron que la policía necesitaba un héroe y que cerrara la boca. El sistema sabe cómo evitar que la corrupción expanda su aroma insolente.
El alegre empleado de la funeraria suspira a su lado.
—Hemos diseñado una lápida. ¿desea verla?
Galván sabe que ningún hombre puede negar su pasado,
pero para seguir andando ha tratado de correr los muebles que decoran su memoria. Ni el misterio de la muerte de sus padres, quemados vivos en un teatro hispano de Manhattan, ni perder amigos y mujeres tienen el maldito peso del recuerdo de la tarde en que Powers recibió cinco balazos al lado del novato Galván.
Aquella tarde Melanie aún era la chica que atendía las mesas del Spa-rrow, donde iban los policías del Departamento a tomar la copa del estribo.
—El pobre Sam tenía que terminar así.
La sangre de Powers lo había bañado, mientras sus gritos taladraban los oídos del recluta Galván dentro del automóvil policial.
—¡Tira de una maldita vez, marica de mierda! ¡Tira, hijo de puta, de una buena vez!
—para no ser familiar directo, usted ha gastado mucho dinero en esta inhumación, teniente.
para qué explicar que nunca entendió por qué la flamante viuda había dicho aquello sobre el detective de primera Sam Powers. Ni la razón de la aparición del Chrysler negro, brotado del asfalto en el borde del parque, disparando contra el auto patrullero. Silencio y olvido, una buena intención para enterrar algo insepulto que va y viene, apare-ciéndose en las noches o cuando uno carece de alcohol para remojar la conciencia.
Su ropa, aquella tarde, olía a nueva. El cuero del cinturón y el de la pistolera, lustrado con betún para zapatos, agua y un toque de alcohol, con un trozo de algodón, en sentido de las agujas del reloj, una y otra vez, frotando hasta semejar un charolado falso. Tres años después los reemplazó por un símil charol que duraría años. Incluso, la pistola que Galván sostenía con sus dos manos temblequeantes olía a aceite lu-bricante, recién sacada de la caja que la había contenido.
—Usted ascendió junto con el esposo de la finada, ¿verdad, teniente?
Los pájaros han vuelto con la última paletada de tierra que ha cubierto el ataúd. Los dos sepultureros alisan el sitio que soportará la placa de mármol sin cruz alguna, porque Powers era un condenado ateo y su mujer pertenecía a una de esas sectas inextricables tan en boga.
—¡Tírales, idiota! ¡Nos van a cocinar!
Recién en ese instante, reconoce que la voz del veterano Powers (se lo habían asignado para despabilarlo durante seis meses, hasta darle otra pareja para el servicio) tenía un brusco sonido de ronco asombro. ¿por qué?
Cal Dancer, el inválido que entregaba los uniformes a los recién lle-gados, había comentado:
—La Liebre es un buen policía. Lo que sería si también fuese decente.
Sam "La Liebre" Powers, por lo rápido, capaz de fotografiar de frente a una liebre, en plena carrera. Rápido —pensó entonces Galván—. Inte-ligente, una luz. Tardó dos años en de- codificar que, en el argot poli-cíaco, aquello definía a un mercenario. pero esa era otra historia.
Va a sacar un paquete de Camel, pero se mira las manos. Parecen estar cubiertas por la sangre de su compañero que fluye por un agujero que le han hecho en el hombro. Al volante, Galván había tardado una eterni-dad en sacar su arma reglamentaria, una Beretta del calibre nueve.
La sangre huele. Hiede. Envenena todo lo que toca.
Cuando Melanie Powers supo la historia, durante la pomposa ceremo-nia que enterró a su esposo como un héroe caído en servicio, le escupió a la cara:
El de la funeraria le tiende una tarjeta austera donde están su nombre y su celular.
—Llámeme para conocer cómo hemos dispuesto la lápida.
Los enterradores han limpiado sus palas y se dirigen a una camioneta discretamente blanca, estacionada entre dos canteros con flores; sobre uno de ellos la última mariposa del verano revolotea como un trozo de gasa de colores.
Zero toma la cartulina y la desliza en uno de los bolsillos del traje oscuro con el que parece un ejecutivo de mediano vuelo despidiendo a un familiar apreciado.
—La finada era joven todavía. Comprendo su sentimiento.
El cementerio es nuevo y buena parte de él está destinado a policías heroicos y a sus familiares. El dueño de la tarjeta sube a un oscuro Lexus, que recuerda al teniente que el Ayuntamiento entierra en pri-mera clase a los empleados que lo han honrado.
Solo que no han enviado representación alguna. El recuerdo de La Liebre, con los años transcurridos, fue derritiéndose como un pastel helado. Apenas ha quedado de él una borrosa fotografía en el Rol de Honor del precinto 56, ahumado por los cigarros y la desidia: su placa de bronce nunca ha sido lustrada.
Al quedar solo, contempla la tierra removida y bajo los añosos árboles la sombra le trae el fotograma de aquel día, cuando olvidó amartillar su Beretta, como le dijeran en la Academia de policía que debía hacer en un enfrentamiento. Un sudor frío le recorría la espalda y los gritos de Powers comenzaban a decrecer, mientras caía sobre su hombro dere-cho, bañado en sangre, y su garganta vomitaba un estertor definitivo.
Al apoyarse contra su cuerpo rígido detrás del volante, Powers oprimió el gatillo dos veces, en un acto reflejo, y con estupor el novato vio, como en una pantalla de 3D, estallar la sangre en el conductor del Chrysler negro y volar la cabeza de su acompañante, todo a un tiempo, como en un ballet infernal desprovisto de música.
Supo que La Liebre había muerto, porque ya era un peso líquido contra su hombro. Las sirenas pulverizaron la noche y el otro automóvil se estrelló casi doscientos metros más allá en la zona del parque reservada a los juegos infantiles.
—Te los cargaste tú, ¿eh? Dame tu arma.
Miserablemente, el novato había gemido:
—Es que. no tiré. Todo fue tan rápido.
Se la entregó, todavía envuelto en sudor frío. El sudor que luego fue desapareciendo, junto con el miedo atroz a morir. Ser policía no era como ser boy-scout.
—Toma la suya. Los mataste con esta. ¿Alguna duda? —Era el arma de La Liebre.
—No digas nada a los periodistas. El Precinto se encarga, ¿eh?
Los asesinos del Chrysler se habían acercado para rematarlos, para que no quedaran sobrevivientes, y Sam Powers disparó en la última con-vulsión de la muerte o acaso ya muerto. Y él no entendía aquel cambio de pistolas.
Cal Dancer, al entregarle su uniforme de gala para ser ascendido, solo dijo:
—El Precinto necesita un héroe, porque la prensa los tiene agarrados por el culo. No vuelvas a contar que tú no lo hiciste. Ah. Oculta este maldito disfraz. Lo necesitarás para que te entierren con él.
—Vivirás. Sam era el rey del soborno, ¿sabías?
—Dije que lo hubiera sido si fuera decente.
Tal vez resultara cierto que un héroe policial acribillado puede sepultar las estadísticas que no cierran para los medios. para bien de todos, el joven recluta Galván había demostrado tener garras de tigre y su as-censo a sargento (el más joven de la historia del Departamento de policía de Nueva York) era el tributo de la comunidad a su nuevo ídolo. Los muertos tenían un pasado delictivo de homicidios y asaltos que asombró a la prensa.
Tiempo después supo que el blanco de los asesinos del Chrysler había sido él mismo. La Liebre lo había entregado como carne para el ma-tadero.
A esta hora, Loggan, el nuevo rey del soborno, bebe su copa de whisky de veinticinco años en el Babel's inn, de la avenida Madison.
Cuando el hombre se acerca a su mesa, aunque lo reconoce como Ar-chibald Loman, apenas pestañea.
—Oye, Loggan. El señor Arcari desea verte.
El aludido sonríe, sentado en un sitio donde pocos pueden pagarse un trago. Es un recinto nostálgico y caro, una de las viejas tabernas de setenta años atrás, cuando el senador Vols- tead plantó la Ley Seca: paredes de ladrillos desnudos, vigas de madera oscura y precios inal-canzables.
Loggan es un típico fruto de los muelles, encariñado con aquella época, como muchos cantores de tango en Buenos Aires que sueñan con imitar a Carlos Gardel o como Woody Allen, que aspira a ser uno de los ases
de la trompeta. Gasta ropas severas, como un secretario de algo, pero la mirada amarilla es la de un gato del pantano.
El policía más corrupto de la ciudad bebe un trago y chasquea la lengua al dejar el vaso sobre la mesa.
—No entiendes, esbirro. El señor Arcari no espera.
No se trata de un diálogo entre personajes de un cómic. medio mundo desprecia al sargento Loggan, de la división Narcóticos, porque con-sidera que han puesto a una hiena a cuidar del gallinero; la otra mitad tiene la misma sensación, pero sabe que lo único que hay que acordar es el dinero que el policía cobrará por sus servicios de mercenario.
—me hablaron de ti —agrega el enviado—. Creo que habría que en-señarte modales.
—He sido huérfano, Archie. mala cosa es ir de un orfanato a otro.
El otro no se equivoca. Se dice que Loggan es duro con los duros y que es un milagro que todavía tenga placa porque no pueden probarle de dónde saca el dinero para costearse la vida que lleva, la ropa que viste, los Rolex que ostenta y los hoteles cuatro estrellas donde pernocta. Al otro tipo le disgustan los milagros, como a su patrón, Lodovico Arcari.
—Si le digo que no me escuchas, se molestará.
Loggan se sirve nuevamente una generosa ración y piensa en Lisbeth. No solamente ser huérfano es mala cosa, sino también haber conocido a su exesposa. A veces, no muchas, deja a Nueva York en su salsa, mi-seria y poderío, y se refugia en una casa que él conoce y que pronto demolerán, donde llegó con trece años para robarle la pensión a una anciana. Aquí lo atienden casi con repugnancia, aunque conscientes de que si él recuerda que es policía, más de uno iría esposado a Narcóticos. pero se sabe: el sargento más venal de la ciudad es un trozo más del paisaje. Cuando sucedió el episodio de las Torres, escapó por un pelo mientras volvía de cobrar un soborno; cuando pasó una temporada en irak, lo repatriaron con medallas y un par de heridas que curaron pronto. En la fuerza lo llaman "San Culo" por su suerte, que parece no tener límites.
El mensajero apoya su mano en el hombro de Loggan, que la contempla de reojo, como si fuera una avispa contagiosa. No le avisa que con su brazo izquierdo lo espantará como a un insecto, antes de enviarlo vo-lando contra la pared de enfrente, donde el otro se estrella para caer sentado y dolorido. No ha habido estrépito alguno, solo un sonido como de bolsa de arena contra metal.
El camarero se afana en llegar a tiempo para mediar o detener algo más escandaloso. Loggan alza una mano y mira al tipo con cara de secreta-rio de alguna cosa y dice:
—No me gusta Arcari. Ni me gusta su nieta.
El caído es ayudado por el camarero, de riguroso traje de etiqueta, como todo el personal del local. El golpe ha sido violento y artero; el típico contragolpe callejero, porque Loggan, entre otras cosas, ignora las reglas del marqués de Queensberry.
Loman mira con odio asesino al policía y se aleja, tratando de conservar el paso.
—Estás loco, viejo. El señor Arcari es el dueño de este negocio.
—Y de muchos otros, Archie —informa el corrupto—. Y de algunas conciencias, por si la tuya está en venta. Tráeme otra botella.
Que no pagará, porque el sargento de Narcóticos nunca paga lo que consume. Una hora después, el camarero se pregunta cuándo este hijo de puta estará encerrado en la cárcel de Rikers Island.
Una hora después, como un jubilado que vive de sus rentas, Loggan se aleja, saludando como Messi o Cristiano Ronaldo, con los brazos en alto luego de marcar un tanto.
Zero ha trocado su traje por su eterna chaqueta de cuero, camisa y pantalón negros. El personal de guardia del Precinto apenas si repara en él, como parientes de una familia asustada, porque seguramente alguien ha sido descubierto en un pecado impreciso.
Galván respira el aire sabiendo que hay un buen fregado detrás de esa quietud aparente. No produce sonido alguno con sus zapatillas negras; toda su estructura está detenida en el día en que balearon a Sam Powers.
Después de aquello el alcalde lo recibió como a un pollo empetrolado, vestido con el único traje barato con el que había concurrido a la Academia. La camisa era prestada y oprimía su cuello como una calza de yeso. El capitán Sienkewicz, demasiado gordo para correr tras la delincuencia y un correcto político- administrativo, lo había introdu-cido en el gran despacho del jefe del Ayuntamiento para recibir la bendición santificadora.
—El flamante sargento Galván concurre para recibir sus plácemes, señor alcalde —declamó con algo de ironía, que no escapó a nadie.
El alcalde era un hombre de rostro noble y cuerpo confiable, de mirada abarcativa, en la que se mezclaba lo paternal con la dureza del di-amante. Buscaba una diputación, pero un aneurisma incómodo lo ale-jaría de su ambición y su carrera ascendente. Por entonces, el galar-donado chicano no sabía dónde poner los pies y qué hacer con sus manos.
—De San Juan. Puerto Rico, con mis padres.
—. que tuviste la desgracia de perder.
—Fue un lamentable accidente —dijo el jefe de la ciudad, con evidente y genuino pesar—. Pero hablemos de tu hazaña al acabar con esos dos peligrosos enemigos de nuestra comunidad.
Mienten, estúpidos. No disparé porque me estaba haciendo encima. Powers los mató mientras agonizaba.
Ahora, Brand, a cargo de la guardia del precinto, masculla algo así como:
—El capitán Gruber ha pedido tu cabeza y te hemos buscado por todas partes.
Se palpa que alguien ha producido un agujero en la tela del sistema. Brand vuelve a concentrarse en un dudoso expediente; más allá, Cindy Sepúlveda se ocupa de tratar de convencer a una drogadicta de que el plan de rehabilitación es su única salida. Buena chica, hija de un de-tective que perdió un ojo y tres dedos en un tiroteo. Es una de las per-sonas que no tolera la fama de Galván, como no la toleraba su padre, que siempre lo ha denunciado como el responsable de su jubilación anticipada.
—Te digo que está hirviendo el caldo —avisa el jefe de la guardia.
Antes enciende un Camel. Finalmente puede mirar sus manos y no ver la sangre que más de tres lustros atrás las bañaba como si viniese de una masacre. ¿Cuántas vidas y cuántas muertes habían conocido esas ma-nos hasta ahora?
El capitán está con la chica diez de la fiscalía. Rebecca Wells ha re-emplazado a Seifert, que no pudo liquidar a Galván y aconsejó que su ascenso a capitán ofendería a los policías obedientes y respetuosos de los reglamentos y las convenciones. Val Amato, el sargento más anti-guo del precinto, amante de la buena vida y de los adelantos científicos de la policía, ha pregonado desde siempre que Zero es una rémora del tiempo donde los pragmáticos ignoraban a los universitarios que in-gresaban a la fuerza. La chica diez es abogada cum laude de Harvard, medalla de oro en cuestiones penales.
—No se fuma aquí. ¿No sabes leer? ¿dónde diablos estabas?
—Vengo de lo de la viuda Powers. No había nadie allí. Ni un policía para despedirla.
—Sam era un sucio traidor y coimero —estalla Gruber—. Siéntate.
La chica diez ni lo ha mirado. Es una morena legítima, de ojos verdes y traje sastre entallado, demasiado llamativa para intentar no demostrarlo con su aire ausente y remoto.
—El sargento Val Amato es ahora el hombre del alcalde en este pre-cinto.
—Schwarzenegger ha sido dos veces gobernador de California —dice Zero mientras ocupa una silla frente al escritorio.
Gruber extrae un espantoso cigarro que su médico condenaría al reci-piente de la basura.
La voz de ella es un guante de cabritilla, fina y mordaz:
—Han nombrado a su sargento capitán en comisión. Ahora, su antiguo subalterno es su superior, con facultades especiales.
pero la noticia muere cuando el recuerdo de aquella tarde habita los huecos de este Galván.
—No había pájaros ese día —murmura y los otros dos parecen pasa-jeros de otro tren.
Rebecca Wells enarca una ceja y el gesto la hace hasta sensual.
—Oye, hombre —rezonga el capitán—. La fiscal cree que Val está en la transa con los narcos de Nueva York.
—Usted deberá investigarlo, teniente. He recibido un anónimo que, sin confirmar, no puede ser presentado al alcalde, que es quien lo ha nombrado capitán.
—Si la prensa conoce ese dato, el precinto saltará en pedazos. dirán que lo persigo porque ha ascendido antes que yo. No sirve.
En su primer año de patrullero, Galván conoció los distintos idiomas del oficio. Se perseguía a los delincuentes con policías más cerca de ellos que de la ley. Aprendió que esta es, en ocasiones, tan impotente para castigar a los pecadores como hábiles los abogados para citar enmiendas a la Constitución u olvidar la Tolerancia Cero del famoso alcalde de apellido ítaloamericano. Los crápulas ganaban siempre, de un modo u otro, pero el sistema garantizaba una justicia en ocasiones divorciada de la justicia ideal. En algunos casos, se lo señaló a él mismo como un patético justiciero de pacotilla.
Mira a la fiscal como si la hubiera descubierto el minuto antes.
—Usted juró limpiar la policía de corruptos. ¿Qué dispone?
Ella sonríe angelicalmente, como Jennifer López cuando menea su trasero.
—Tiene que bastarle mi palabra —responde ella, con frialdad.
—Sea. ¿Por qué yo? —insiste, desganado.
—Porque Amato lo ha pedido como adjunto para combatir la droga y sus personeros. Y porque siempre lo ha envidiado.
Gruber enciende finalmente su tagarna y sonríe a la ventana por donde la tarde otoñal se va yendo como un suspiro.
—Val te espera en la pieza uno, la que ocupaba yo cuando llegué al Precinto.
—Quiero ver cómo termina esto. No olvides a aquel ladrón que nom-braron jefe de policía de París para combatir a otros ladrones.
—. hasta que robó en su beneficio —tercia Rebecca Wells—. Ni el alcalde Giuliani hubiera podido con él.
—Vidocq. Fue jefe de policía en el siglo XIX. —El capitán llena de humo la estancia con su cigarro—. Inspiró el Lecoq de Emile Gaboriau. ¿Te suena?
—No leo folletines —dice Galván, pensando en que nadie supo de quién recibía sobornos Sam Powers, La Liebre, cuando este lo entregó a los asesinos aquella maldita tarde.
En todo caso, ¿por qué los asesinos, de acuerdo con Sam Powers, querían liquidar a un novato que no valía una mala moneda? Segura-mente como un mensaje mafioso.
—¿Qué valor da usted a ese anónimo, Rebecca?
—Señorita Wells, para usted —corrige suavemente la fiscal—. Todo el valor posible. Hay que limpiar la policía.
—No podrá presentarlo ante un jurado.
—Eso se verá. Camine con el nuevo jefe del Precinto. Téngame al tanto. Aquí está mi teléfono móvil.
Deja un papelito con una anotación ante la nariz de Gal- ván, sobre el escritorio.
Se va dejando un inerte perfume indescifrable.
Al quedar solos, Gruber expele otra humareda.
—La hija de puta fue hecha fiscal por un hombre del gobierno de Obama. No te hagas pis en la cama, Zero. Las cosas son así.
Lo decía Sam Powers, como un axioma irreversible. Las cosas son así.
Se pregunta la razón por la que jamás ha sentido rencor contra el hombre que lo entregó.
La oficina que siempre ocupó el jefe del Precinto 56 tiene muebles nuevos. Lo primero que hace un policía que cambia de rango es cam-biarlo todo, desde la pintura hasta los cuadritos donde consta que es un funcionario irreprochable, las fotografías de su mujer e hijos y alguna excentricidad que denote que es aficionado a algo ajeno a su profesión. Un pequeño estante contiene diez libros cuyos lomos son idénticos entre sí, que jamás han sido leídos.
Val Amato viste, como siempre, como un modelo de alta costura, que va camino de la madurez y no ignora los placeres de la vida. Aparece descansado y fuera de lugar en un sitio donde los malos humores y los malos olores prevalecen.
—Cierta vez, Melanie me dijo que debiste decir la verdad sobre aquel día.
—Lo hice, pero todo estaba amañado. El periodismo tenía acorralado al Precinto por el aumento de robos y muertes no esclarecidas.
—. Si decías la verdad, Sam hubiera sido el héroe y no tú. Si necesi-taban uno, ¿por qué te eligieron a ti?
No es la primera vez que Amato lo acusa de haber aceptado un trato deshonroso con aquel lejano ascenso; él debió ver pasar nueve años y medio para alcanzar el mismo rango. Debido a aquella mentira, Zero llegó a teniente en pocos años y varias veces ha sido propuesto para capitán. No existe combustible más sabroso que el resentimiento.
Nadie conoce que vivir con aquello no ha tenido paliativo alguno. Nadie se explica su temeridad y desprecio por el peligro que luce para enfrentar a pandilleros y asesinos; es que en cada enfrentamiento, Galván cree pagar aquel maldito ascenso, cuyo origen conocen un puñado de personas que ni han siquiera pestañeado. ¿O la guerra no es la continuación de la política por otros medios, como pregonaba, muy ufano, Von Clausewitz hace un par de siglos? Un hombre que padece de estúpidos escrúpulos como ese resulta ser el único animal que in-ventó la conciencia.
—me has elegido para ser tu ayudante —dice Zero, enemigo de las discusiones de gallinero—. Espero tu primera orden.
—El caso que preocupa al alcalde es el de Florence Hutton.
—Homicidios lo desestimó por tratarse de un suicidio.
—Tiene una particularidad: ella era su futura nuera. Y su hijo, en el colmo del dolor, ha insistido en ir a pelear en la guerra, en irak, estando exceptuado para ello.
Una salida romántica, piensa el teniente. de las que se escogían en el siglo XiX buscando el olvido y la gloria en la muerte. Gloria: una palabra que felizmente solo se emplea, cuando hace falta, en los dis-cursos del pentágono.
—Si no lo convertimos en asesinato, el chico se inmolará, creyendo que Florence se mató por su culpa. Habían peleado la noche antes. Ella lo había despedido. ¿Captas?
Galván piensa en su ascenso a sargento, detenido quince años atrás.
—Se abre una investigación, se busca un presunto sospechoso y el chico vuelve de irak a ayudar a los detectives.
—No está mal —admite, calmosamente, ante el estupor de su exsar-gento, que espera una negativa.
—Me asombras. El alcalde rechazó tu ascenso a capitán.
—Soy policía, jefe. Corrigiendo a Descartes: cumplo, después me quejo.
Sentado detrás del escritorio, el único con cristal protector, el nuevo capitán en comisión del 56 se pregunta si Galván ha sido un fraude hasta hoy o se está burlando de él.
—Eres un hijo de puta si aceptas. ¿O no tienes códigos morales?
—La moral es como el Viagra, capitán. Se usa cuando uno lo necesita.
Tiende su mano, con la humildad del subordinado consciente de su obligación.
Amato, en el colmo de la incredulidad, deja su sillón que aún huele a nuevo.
—¿Armarás un caso de homicidio sabiendo que Florence Hutton se suicidó?
—Si el hijo de tu patrón muere en combate pudiendo evitarlo, ¿no es un crimen mayor?
—¡Yo no te he ordenado que hagas lo que vas a hacer!
—Descuida, no te mencionaré. Todo suicidio debe constatarse antes de ser archivado como tal. La investigación es legal.
—¡La forense ha aceptado el caso como suicidio probado!
—¡Maldito seas! ¿Qué vas a inventar?
—Si la jefatura policial me inventó como héroe, lo demás es tan posible como eso. ¿Tienes el expediente?
Amato se derrumba en el sillón y su piel adquiere cierta coloración de testículo inflamado.
—No lo es. Florence ha partido y su enamorado puede buscar la muerte peleando solo contra miles de enemigos. Cree en el amor, pobrecillo. Eso has dicho.
—¡No te respaldaré en esa patraña! ¡El alcalde jamás lo permitiría!
—Que yo sepa, Florence Hutton había pateado a su futuro consorte —afirma Zero con la calma de los violentos—. No me molesta que su padre me haya rechazado para el ascenso a capitán. Alguna vez amé.
La afirmación, en boca del chicano, pone violeta la cara de Val Amato. Su apostura mengua y las palabras salen con acompañamiento de sa-liva.
—¡Conozco ese tono de perdonavidas! ¡Olvida el caso!
—Es tarde, capi. Y no temas. Tengo cierto amigo en el Pentágono.
Amato tiembla como si hubiera abierto la puerta del infierno y las llamas le chamuscaran los fondillos de los pantalones, que terminarían de arder si supiera que un anónimo lo ha denunciado como corrupto, en tratos con narcotraficantes de Nueva York, según le consta a la fiscal Wells. Y que su actual subalterno debe investigarlo.
—Después de todo, la primera orden es la que se cumple, según el reglamento.
—La primera, cuando ingresé a la Academia. Sam Powers me decía que los reglamentos existen para no cumplirlos o cagarse en ellos. Por otro lado, si de la investigación surge que el chico la mató y se largó a la guerra para despistar, te tendré informado.
—No lo necesito —canturrea Galván, saliendo al pasillo donde el ordenanza ha volcado un desinfectante de ambientes con aroma a eu-calipto.
A los setenta y nueve años, la cabeza conserva todo el cabello áspero y el cuello de toro que lo ha hecho famoso desde sus primeros años en América. Viene de esa isla mul- tiinvadida y multimaldecida por su aridez, sus bandoleros y su sentido de lo dramático, que lleva a los niños que apenas caminan a vestir luto. Sus manos fuertes aplauden con vigor cuando su tardía nieta brota como un pez iridiscente de la piscina del palacio.
Porque ningún hombre entre los doce y ochenta años puede olvidar a esta mujer.
Lo dicen su cuerpo sinuoso, envuelto en un minúsculo bikini, y el rostro engañosamente dulce, salvo en los pómulos altos, herencia de sus ancestros sicilianos. Se arroja desde el trampolín y tras arquearse como una escultura viva, penetra en al agua azul verdosa como el último rayo de un sol decadente.
—Deja de croar, Lodovico. Y de traerme idiotas para que escoja ma-rido. Eres de museo, no existes.
Se envuelve el cabello rubio en una toalla y se cubre con un albornoz igualmente amarillo. Es una mezcla sensual y adusta, con un toque angelical, de afiche. El cabello, cuando está seco, es una publicidad de L'Oréal a pleno. Tanto que la empresa quiso contratarla y el abuelo tuvo que amenazarlos por acoso con un ejército de abogados.
—Te he educado para reina, ragazzina. Como padre y madre, ¿eh? Cuando el inútil de tu padre se estrelló con tu madre en Zurich, apenas caminabas.
El mayordomo carraspea, como caído de los altos árboles del parque.
—Un scugnizzo dice que lo has invitado, Cane.
Lodovico Arcari todavía impone respeto, pese a ser poco más alto que Danny DeVito y gozar de su apodo de guerra: "il Cane Grosso".
Loggan ingresa por la enorme puerta de cristales labrados con los escudos de las regiones de Italia, lujo de baja estofa en opinión de la joven, que envuelta en su albornoz achica la mirada hasta manejar los ojos como dos cuchillos afilados.
—Manoseaste a mi hombre en el Babel's, ¿eh? Propiamente en una de mis casas.
—No era un hombre, sino un bellaco estúpido.
Loggan no la ha mirado. Desde la mañana, tiene a su exmujer en las retinas. Hoy se han cumplido años: tres desde el divorcio y el comienzo de la deshonra de él. Aunque en estos días la deshonra solo es relevante si no deja un buen puñado de dólares, la policía lo sepultó hasta casi suprimirlo. Ella era, pero ya no es. Loggan la tiene dentro de sí como una víscera que no conoce paz ni cura alguna.
—¿No me presentas, abuelo? —ronronea Isabella Arcari.
Arcari tiene la apostura de un gigoló del norte italiano, con la felina expresión de donde viene, de ese sur jodido, como suele proclamar. Sonríe cual anfitrión feliz, pero su voz es dura como el acero:
—Parker no debe declarar mañana en la Corte.
—Y no vuelvas a llamarme por mi apodo; solo mis amigos lo hacen.
Loggan se vuelve a la nieta y hace una florida reverencia.
—Mi nombre es Loggan, Isabella. Leonard K. Loggan. Divorciado. Vivo del soborno y trabajo para patrones como su abuelo. si me con-viene.
Ella afloja su bata, pero él se ha vuelto hacia el dueño de casa.
—Es un testigo falso. No debe declarar.
—Capone se reiría de su encargo, señor Arcari. ¿Ha probado sobor-narlo. ?
—He agotado todos los medios —rezonga el millonario—. Asústalo. presiónalo. Ofrécele una cifra razonable para que viaje a Tombuctú o a Armenia, pero que no declare mañana ante el Jurado.
isabella Arcari llega hasta los dos hombres que la ignoran por completo y suspira como una niña impaciente y olvidada.
—Esta charla me ha dado hambre. —Mira apenas al sargento y sonríe como una madonna de Rafael—. de veras, hombre. Le tengo una infi-nita lástima por ser sirviente del mio nonno. Buenas tardes.
El abuelo la mira irse como un pordiosero a un Rolls Royce que acaba de comprar y al que todavía contempla como un milagro y no se con-vence de poseerlo.
—mírala. La madre, mi única hija, era agria y. digamos, no muy festejada. me entiendes, ¿eh? Ecco: la casé con un imbécil que era príncipe heredero de un lugar que figuró unos años en el viejo imperio austrohúngaro, pero de sangre noble certificada. muérete, dejaron esta bellezza de tres años cuando el inútil se hizo mierda con la Ferrari que les compré.
—Vete a cagar. ¿Qué harás con Herbie parker?
—Yo hago y usted paga, Cane mío. Lo toma o lo deja.
Loggan no respeta nada que no sea respetable, decían cuando todavía no había conocido a su mujer y era el mejor agente antinarcóticos. Cuando lo fulminaron, sin probarle aquel soborno, y perdió cargo y mujer, nadie se asombró. El que anda en la droga termina haciendo buenos negocios, sobre todo si tiene fama de incorruptible.
Ahora, espanta sus recuerdos como a una mosca pegajosa.
—Loggan, eres una mierda. Lo sabes, ¿eh?
—Se me hace tarde. Treinta mil. Buenas tardes.
Lodovico Arcari murmura una obscena maldición de Agrigento y el corrupto se aleja, mientras la última aparición del crepúsculo hace brillar su ensortijado cabello de adolescente. Antes de que Loggan se dirija a la salida, flanqueado por el mayordomo hierático como una estatua de Garibaldi, Arcari grita, como si tirara una maldición:
—Dile a tu patrón que no por menos de treinta, ¿eh?
El hombre conoce a Arcari desde que era monaguillo. Todavía hoy es diácono del padre Gatamelatta, de la iglesia de Sant'Angelo. Le cae bien que, de vez en cuando, alguien le ponga los puntos a su amo.
Loggan se dice que tiene que comprar un regalo de cumpleaños para su exmujer.
La morgue judicial queda en Lakers y Blackburn, donde antes funcio-naba uno de los primeros MacDonald's. Cuando se mudaron a Friars, el municipio quiso regalar una plaza pública con juegos para niños, una playa "igualitaria", para negros, blancos, hispanos o lo que fueren, pero el estado de la morgue vieja lo disuadió. El resultado ha sido un edificio demasiado moderno con aspecto de residencia para fiestas, solo que los invitados bailan en hielo, metidos en bandejas numeradas.
La doctora Meg Cannon sostiene que Zero Galván necesita una esposa que le planche las camisas y lo atienda con prolijidad personalizada. Es una negra de cuarenta y un años, dueña de una figura semejante a la de Tina Turner.
—Es un caso claro de suicidio, no busques más patas al gato. ¿Leíste mi informe?
—No tengo tiempo para recitártelo y tengo cuatro clientes que me esperan por otros tantos casos de homicidio. No me invites a una copa ni a salir. Soy lesbiana.
Los hombres temen a esta mujer que vive para sus "clientes" y, muchas veces, hasta duerme en la morgue, a la que considera su segundo do-micilio legal.
—Ni copa ni cama —anuncia el teniente, serio como una berenjena—. ¿Cuántos disparos?
—Dos. Uno mortal, en la sien, con orificio de salida, y otro superfluo en el hombro.
—Guau. Falló la primera, pero acertó después. ¿Tanto se odiaba?
—Dicen que el hijo del alcalde la trató de ramera. Gareth, que fue el primero en llegar, declaró que tanía heridas superficiales de arma blanca en la zona vaginal.
—Desde que aclaraste el caso Danemann y se lo adjudicó como suyo.
—Tiene la mujer con cáncer —dice Zero—. ¿No tienes corazón?
—Fui violada por mi padrastro a los once años. —La doctora lanza una carcajada hiriente—. ¿O no ves televisión? O nos abusan en la secun-daria, en la universidad, en algún automóvil o en casa. En once de cada diez capítulos de serie, demostramos que el Sueño Americano es una violación no consentida de negros todavía no manumitidos.
Esta es Meg Cannon, medalla de oro de su promoción.
—Florence Hutton mintió —suspira Meg, como si contara una se-cuencia de Sex and the City—. No pertenecía a los Carl- ton Hutton de la Quinta Avenida. Es hija de unos granjeros de Ohio que vino a Nueva York a escribir para el cine y pescó al chico del alcalde, que no ha visto una mujer sin ropas desde que nació.
Cannon se quita la bata y la cuelga en un perchero. Su escote aparece como una vidriera clausurada voluntariamente por su dueña.
—Siguen siendo naturales, detective. Sígueme —desafía ante la mirada del hombre.
Zero la sigue hasta un pequeño laboratorio que dispone de los últimos adelantos en técnica forense.
—Curiosamente, no ordenaron que hiciera la autopsia —reflexiona ella—. Pero su boca olía a la hierba base de un somnífero que hace cuarenta años se utilizaba para llevar a la cama a chicas poco dóciles. Se echaba en la Coca-Cola o en cualquier bebida, te dopaba por unas cuantas horas.
—Florence no conoció hombre. Convéncete, no se trata de un homici-dio. Hallaron sus huellas en el revólver empleado y la prueba de para-fina dio positivo en su mano derecha.
—En las novelas, el misterio surgiría porque la víctima era zurda.
—No solamente en las novelas, semental. Florence no lo era.
—Eso es de Balística, hijo. Pero a lo nuestro, ¿qué buscas aquí?
Zero se encoge de hombros y le alza la barbilla con su índice derecho.
—No me llames hijo si no vas a amamantarme. En cuanto a las puña-ladas.
—Pudo hacerlo ella misma, en un estallido de histeria paranoica, antes de dispararse. Cinco heridas superficiales. ¿Va bien, Sherlock?
Ella lo besa súbitamente, tomándole la cabeza con sus manos, lleván-dolo hacia su escote.
—A esta hora, no soy lesbiana —ríe como un carillón. —me lo temía.
Galván sale del edificio y se pone a pensar en Florence Hutton.
—Le encomendé una investigación. Tengo autoridad para ello, como bien sabe.
Rebecca Wells, fiscal de distrito, cambia de atavío tres veces durante su día de trabajo. Ahora ha dejado su atuendo de horas antes para vestir ropas deportivas porque a las ocho y media se reunirá con sus amigos en el Center Tennis Club, de la Segunda Avenida.
—Han matado a un empleado de Lodovico Arcari en un callejón cer-cano al Babel's inn, de su propiedad. Un camarero afirma que dos horas antes el mismo hombre fue golpeado por un policía al que conoce como el sargento Loggan, de la división Narcóticos.
—Es suyo, señor Amato. muévase y que ese teniente haga lo mismo. mañana a las ocho lo quiero en mi despacho con las novedades.
—Olvida que solo recibo órdenes del alcalde, señorita fiscal. —Amato se esponja como un pavo real frente a su público de pavas.
—¿Quiere que el Post sepa que el sillón le quitó agallas para justificar el sueldo que le pagan los contribuyentes?
Cuando queda solo, Val Amato comprende que un policía es nada más que un diminuto y prescindible elemento para la política, un detalle ignoto que hoy ocupa una silla y mañana un banco de plaza, recordando hazañas que nunca fueron.
Eli Barone, de Narcóticos, es un tipo flaco y chupado como una na-ranja, taciturno y nocturnal.
Amato trata de que el otro lo reverencie, pero no hay caso. Se conocen desde que compartían un cuarto en el Bronx, recién ingresados a la policía. Por eso, le habla directamente de un tal Loggan, que anduvo a los golpes con un tipo que después resultó muerto en el Babel's Inn.
Barone hace un silencio, como si contara las cucarachas de su despa-cho.
—He fajado a alguna gente que luego murió —rezonga—. No por eso me acusaron de homicidio.
—Sea —se deleita Amato—. Pero si quieres, hazlo cantar, ¿eh? Co-nozco la historia de ese Loggan y su suegro. ¿Recuerdas?
—No pudieron probarle nada, pero ahora está en el horno.
A ningún poli le agrada que los de otro departamento se metan con la propia tropa. Pregunta:
—Es todo tuyo, camarada. ¿O no tienen también una mesa de homici-dios?
El otro maldice obscenamente y corta la comunicación. Se ha perfec-cionado otro mandamiento policial: si puedes derivar el muerto hacia otra parte, serás un buen político. o sea, un buen policía.
Satisfecho, Amato pide comunicación con su casa y su hija atiende.
—Dile a tu madre que deseo cenar revuelto de habas y cerezas.
—Dice tu mujer que encontrarás comida chatarra en el freezer. Nos vamos a ver a Bono, que toca en el Pavilion.
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